Y de un momento a otro aparecen estas ganas que le vienen a uno de moverse, de cambiar los aires, de sentir nuevas energías y experimentar nuevas sensaciones. Pero hoy no es igual que ayer, hoy existen restricciones gubernamentales que nos limitan, hoy existen restricciones incluso sociales, que nos obligan a que de alguna forma debemos esperar y tragarnos crudamente nuestra necesidad de ese algo más que no sabemos que es, pero que solo se siente estando afuera. 
Salgo y respiro, tomo un bus en el que solo tendré un par de horas de viaje, la cara tapada con una cosa que ni siquiera sé si realmente me protege, límites plásticos entra asientos que supuestamente impediran que nos contagiemos,  un ambiente de energía agradable con pocas personas dispuestas a esperar horas en estas condiciones para llegar a su destino y molestar a ese algo que llamamos zona de confort, a cambio de un puñado de nuevas y frescas sensaciones al reencontrarse con  paisajes nuevos o del pasado y que no serán presente, hasta que su viaje llegue a destino.
Me bajo en una ciudad discreta y tranquila, sin mayores ambiciones que la de vivir el día a día, Campeche se me presenta como la capital de un estado de México que estuvo muchos meses en categoría covid "Verde" (la con menos contagios del país) pero que justo a mi llegada había cambiado a "Amarillo" por lo que si se podía apreciar un sesgo de preocupación en sus habitantes a los que solo podía ver sus ojos debido a las mascarillas. 
Tomo un "Camión" (Micro, bus, guagua, etc.) Transporte público, hasta el centro histórico, y de la nada comienza a aparecer una muralla que protege a algunos edificios que sobresalen por sobre la altura de la muralla, cañones de polvora antiguos, y estructuras fortificadas ya eran cotidianos al bajarme del camión. Encuentro una entrada a esta especie de fuerte gigante, y aparecen ante mí, casas, comercio, edificios de gobierno, escuelas, hostales, iglesias, teatros, etc. Toda una ciudad estaba siendo protegida por estas murallas, es ahí cuando me doy cuenta que estaba visitando la segunda ciudad amurallada de mi historial de viajes (La primera fue en Cartagena en Colombia). 
Una ciudad amurallada que almacena en sus libros, historias de la conquista española y piratas que molestaban a sus habitantes de vez en vez. Hoy se muestra colorida, y con ganas de potenciar a un turismo emergente  totalmente abatido por el Coronavirus. Calles angostas y de adoquines que adornan las casas estilo colonial de colores pasteles, muchas de ellas en arriendo o en venta. Negocios locales que intentan sobrevivir a la falta de visitantes, y bellos rincones que ha ido dejando la historia.
Seguí caminando y como si de un viaje del tiempo se tratase, aparece un malecón (costanera) totalmente equipado con las necesidades de la sociedad actual. Ciclovías, calle para trotar y otra para caminar, máquinas de ejercicios urbanas, un puerto, monumentos, zona de bares, etc. Un lugar que personalmente agradezco muchísimo, por qué además de estar equipada con lo que acabo de nombrar, es un lugar que invita a la reflexión, incluso a la meditación, a la paz, a la tranquilidad, y al contemplar el pasar del tiempo a través de sus contrastes arquitectónicos y naturales. Un tipo de lugar que siempre busco, a veces idealizándolo con Iquique en Chile, pero que básicamente entrega gratuitamente esa energía del mar a todo el que se siente a respirar un rato en su orilla, que por medio de sus pescadores tiene esa picardía e idiosincrasia tan típica en todos los puertos, y que personalmente me llena de quien sabe que cosa que me hace sentir muy bien. 

Destaco esta fotografía tomada en febrero del 2021 en Campeche México. Un atardecer que se vuelve literalmente rutina de todos los días para los habitantes del bello Campeche. 

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